COSTA SILENCIO
EL PUNTO DE ENCUENTRO
Costa
Silencio… un pequeño paraje del litoral marítimo ubicado a 970
kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Sin habitantes, con algunos
acantilados y serenas playas de aguas de un azul de incomparable belleza, era
el lugar ideal para todo aquel amante de la paz y la tranquilidad absoluta.
Extrañamente, muy pocos solían visitarla y nadie comprendía el motivo.
Solamente se sabía que siempre reinaba el silencio… de
allí su nombre.
Arnold
era un clásico americano de pocas palabras con 35 años a cuestas. Había venido
a la Argentina de turista, tiempo atrás, y desde entonces quedó embelezado por
sus paisajes. A partir de entonces, mochila en mano, su solitaria vida lo llevó
por diferentes regiones de nuestro país. En su periplo bonaerense le habían
hablado de Costa Silencio. Era una materia pendiente aún.
Pero como todo llega, el extranjero peregrino un día también allí recaló.
Poco
más de veinte kilómetros, de un camino de tierra bordeado por un gastado
alambrado, lo separaban de aquel sitio. El Sol ya había despuntado. Un poste
atrajo su mirada por su forma.
El
aire que respiraba cambiaba a un aroma salado. Cruzó un pequeño puente de
madera bastante bien conservado, donde un curso de agua serpenteaba por el
campo y de golpe se detuvo. Algo le
motivó cierta curiosidad: Una enigmática cruz se dejaba ver al costado del
camino, antes de comenzar el sendero del bosque que lo llevaría a la playa.
Pero
siguió su derrotero. Se internó en la espesura de una estrecha pero frondosa
vegetación donde predominaban los pinos.
A
medida que avanzaba por el único camino que conducía a la costa, el montecillo
iba mermando en su arboleda para despejarse varios metros más adelante y dar
paso al mar.
El
típico cartel de “bienvenida”, corroído por el paso del tiempo lo recibió. Acto
seguido, sus pies tomaron contacto con la arena de Costa Silencio.
Arnold
se frenó. Recorrió con su mirada todo el entorno. Respiró profundo y se recostó
en la arena. Sin dudas, el cansancio hizo mella en su cuerpo y en pocos minutos
estaba dormido. Ni siquiera reparó en las ruinas de un viejo muelle que se hallaba a pocos metros.
Tres horas después fue despertado por un raro zumbido que no
sabía de dónde venía… del mar, del cielo o del bosque
lindero. Segundos después cesó, pero bastó para que se incorpore y busque un
lugar donde pasar los siguientes días y noches.
Al
regresar hizo hincapié en “unas extrañas pisadas” impresas en la
arena, que se perdían en dirección al mar. Las atribuyó a algún tipo de animal
lugareño.
Ubicado
el lugar, desplegó su equipo de campamento, acomodó todo los enseres, tendió
una soga entre dos árboles y junto leña para la noche que se aproximaba. Antes
que aparezcan las primeras estrellas, caminó a la playa y se introdujo en el
agua hasta sus rodillas.
En la lejanía y rodeado de una espesa niebla,
cual imagen de los Montes Cárpatos en Transilvania, sobresalía la imagen de un
faro de antaño…
La
carpa iluminada y el pequeño fogón le daban un marco esplendoroso a su primera
noche. Las estrellas prácticamente se caían en Costa Silencio y le recordaban
otro sitio que había visitado semanas atrás: La bahía de Samborombón, donde
quedó fascinado por el constante parpadeo nocturno de “pulsos de luz” en las
alturas que semejaban luciérnagas. Y aquí también las detectó, por tanto, algo
se unía con aquella lejana bahía.
Prismáticos
en mano barrió toda la zona y reparó en una tapera lejana desde donde se
elevaban “pequeñas y misteriosas luces de distintos colores” que se perdían raudamente
en el firmamento. Las atribuyó a alguien que la habitaba y que obviamente
visitaría al día siguiente. Por tanto, se dispuso a conciliar el sueño.
Pero en
el transcurrir nocturno fue nuevamente despertado por ese intenso zumbido. Se
sobresaltó. Al incorporarse se percató que en las aguas se deslizaban
misteriosas fosforescencias, al tiempo que iba cesando ese sonido ambiental. No
se acercó, sólo las observó y le quedó la duda de su origen…
rápidamente su mente le hizo pensar en algún “cardumen de peces luminosos”.
Faltaba poco para que amanezca.
Abrió
sus ojos y de inmediato comprobó el porqué del nombre del lugar: Nada se
percibía en el ambiente… parecía que los pájaros habían
emigrado en masa. Solamente una leve brisa y el suave murmullo de las olas se
podía escuchar en todo su alrededor. Los pescadores, evidentemente, no hacían
de Costa Silencio “su paraíso”. Ellos preferían Bahía San Blas. Por un
instante, pensó que éste era el sitio predilecto para todo escritor de ciencia
ficción.Terminado el café, se aprestó a visitar a su vecino de la tapera y para
ello eligió ir por la playa a pesar de tener que caminar algunos kilómetros de
más. Estaba acostumbrado a eso. Pero a los doscientos metros aminoró su marcha
y quedó paralizado por lo que vio: Un viejo barco encallado que el día anterior
no estaba y que daba la sensación de llevar muchísimos años allí!!! Se acercó
lentamente. Lo asoció al muelle derrumbado muy cercano pero no podía creer
que horas atrás no había distinguido semejante mole. Apenas se apreciaba su
nombre en la proa: “Voyager”.
Siguió
su curso, pero cada tanto se daba vuelta como buscando explicaciones. Metros
más adelante percibió un olor hediondo y comenzaron a aparecer gran cantidad de
peces muertos en la arena como así también numerosas gaviotas sin vida. Pero no
se detuvo porque sus ojos ya divisaban la tapera y seguramente su morador le
iría a aclarar algunas dudas.
Casi
que pasó desapercibido un ballenato muerto que lo hizo trastabillar.
Dejó
la playa y se internó por el campo. En su periplo quedó sorprendido por la
imagen de una pequeña capilla semicubierta por las aguas que dejaba ver en la
cúpula su cruz. Se preguntó a sí mismo en voz alta: “¿Quién vendría a rezar a
estos desolados parajes?”
Faltaban
unos 200 metros para llegar y un cartel de PELIGRO lo trato de alertar sobre
algo. Riéndose para adentro llego a exclamar: “¡¡¡Que peligro podría
representar una tapera!!!”
Estacionado
frente a la precaria construcción golpeó las manos una y otra vez. Vociferó cada
vez más fuerte. En apariencia no había nadie y por el panorama encontrado, con
seguridad hacía ya muchos años que nadie pernoctaba en ese desolado y remoto
terreno. Por tanto, la curiosidad respecto a las luces de la noche anterior se
apoderó de Arnold ¿Cuál era su origen, tan bello en colores pero también tan
extraño? Minutos después estaba caminando rumbo a su carpa. Esta vez lo hizo
por el campo. Obviamente que sus preguntas y dudas cada vez eran más y sus
respuestas satisfactorias cada vez menos.
Ya
dentro del monte otra vez una imagen inexplicable.: Una vía férrea en medio de
la tupida vegetación!! ¿Qué tren pasó alguna vez por ese sitio que en los mapas
no figuraba?
Llego
a su hábitat y luego de un breve almuerzo se dispuso a recorrer la zona en dirección
opuesta adonde estaba la tapera. Después de una larga caminata, no detectó nada
fuera de lo normal. Una inactiva manga de ganado y un solitario molino, tal vez
sin uso, conformaban el panorama, con la excepción de dos vacas muertas que
presentaban significativos cortes y faltantes de órganos: orejas, mandíbulas,
ojos y ano. Una de ellas, extrañamente muerta con sus patas tiradas hacia
atrás. Le llamó la atención que en un sitio sin ganado vacuno a la vista, éstas
dos aparentaban pocos días de fallecidas.
Insólitamente, aún no había podido distinguir animales vivos en su corta
estadía.
Como
el día le había deparado sorpresas y cansancio, al anochecer se sentó a
contemplar el mar y meditó los pasos a seguir. De repente, una furtiva “sombra
triangular” tenuemente iluminada por la Luna cruzó como ráfaga en las alturas
produciendo un leve silbido ¿Un ave tan grande? Eso lo conformó en parte, ya
que al menos, algún tipo de vida habitaría en las inmediaciones o en los acantilados…
Esa
segunda noche en Costa Silencio no hubo zumbido, pero a Arnold “algo” lo despertó
instintivamente a la medianoche. En la lejanía del campo se vislumbraba una
luminosidad blanco amarillenta ¿Un móvil que se acercaba a campo traviesa?
Binoculares en mano, sus ojos no podían creer lo que veía: ¡Una capilla
iluminada en medio de la nada! ¿Acaso la misma que estaba cerca de la tapera en
medio del agua u otra? La sorpresa se convirtió en nerviosismo. Era la primera
vez que una situación lo conmovía. No sabía qué hacer. Si quedarse a contemplar
aquella realidad que se trastocaba con una dimensión desconocida o acercarse a
despejar sus inquietudes. Optó por lo primero, pero minutos después todo se
desvaneció en un manto brumoso.
Ya
adentro de su carpa no podía cerrar sus ojos hasta que el sueño lo venció.
Antes del amanecer se percibió en el ambiente de nuevo el enigmático zumbido.
Pero esta vez acompañado de una suave luminosidad blanquecina que se acercaba
lentamente al refugio de Arnold. Reaccionó de inmediato y sólo alcanzó a
distinguir unas pequeñas figuras que merodeaban alrededor de su casa de tela.
No recordó nada más.
Al
despertar contempló una imagen única a través de una gran pantalla: Las luces
de la Tierra vistas desde el espacio… segundos después y como alejándose en
un vuelo a gran velocidad por el tiempo, apareció la Luna. Arnold estaba
increíblemente tranquilo. Esa tranquilidad que no pudo conseguir en esos días
transitando por Costa Silencio.
Allí,
en esa parcela marina el cielo matinal se había poblado repentinamente de llamativas
estelas nubosas en todas direcciones.
La
única evidencia física del paso de Arnold por ese territorio era su documento
de identidad, donde se destacaba “un símbolo similar a una H” con restos de
arena y tirado a pocos metros del lugar de su morada campestre. Se podía leer
en él:
“A.D.N
– Arnold Denis Nichols, nacido en
proximidades del Monte Rainier, Yakima, estado de Washington, USA, hace setenta
años, un 24 de Junio de 1947…”
Mientras
tanto, en la ruta se detenía un automóvil y bajaba una pareja. Saludaron al
conductor. Eran dos jóvenes veinteañeros. Novios con indudable espíritu
mochilero, seguramente. Empezaron a recorrer los veinte kilómetros que los
conduciría por ese camino a un lugar mágico, según lo que le habían comentado:
Costa Silencio.
Autoría:
Luis Burgos